Tengo una
sensación extraña, de esas que te vienen de muy dentro, y lo invaden todo, que
van desde la punta de tus dedos hasta el faro del fin del mundo. Como un kairós
que te visita y decide quedarse. Cuando llega, sientes los detalles a tu al
rededor, como si tus sentidos se agudizasen, y estuviesen hechos para recibir
cada estímulo con un radar mágico, y sonríes, porque puedes oler el pan del
bar, sentir la nube gris que hay fuera, el chasquido roto de la puerta cada vez
que se abre, y que trae con ella el aire frío del exterior. Cada mantel se hace
especial, porque sabes que se trata de un momento que no se repertirá nunca.
Ése, no. Una tarde cualquiera, pero única, donde se mueve un viento helado en
primavera, y has visto las hojas y semillas de los árboles perderse en el
tejado y en las calles solitarias, como cuando eras pequeña y jugabas en el
parque. Y puedes ver escuelas de tres metros de altura, ovaladas, que te
transportan a la infancia. No a la tuya, no a un momento concreto. A la
infancia. Supongo que es raro, porque sencillamente te sientes feliz. Porque
eres consciente, en ese instante, de lo afortunada que eres de estar ahí, de
poder sentir el rayo de luz que entra desde el cristal de la puerta, que te
calienta y hace que puedas ver el tono exacto de los ojos con más claridad, de
poder hablar con ese entusiasmo de las películas que tanto nos gustan. En este
presente que pronto se desvanecerá, y cada uno tomará su rumbo. Y mientras
hablas del compás de la vida, y saboreas un café, miras de verdad a los ojos de
las personas que te te acompañan y te parecen tan bonitas. Y te gustaría
quedarte siempre en ese instante. Pero en lugar de ponerte triste, saboreas la
vida eterna de los momentos fugaces. Esa que tus ojos me cuentan, que formamos,
desde tan cerca. Cuando las palabras se quedan cortas para describir la luz que
de repente sientes tuya, te pertenece, precisamente porque no necesitas
poseerla, y solo quieres ser partícipe.
Para atrapar ese instante efímero que puede significar la diferencia entre la mediocridad y la grandeza, entre la suerte o el infortunio, hay que agarrar a Kairós del pelo antes de que se escape. Para verlo cuando pasa, hay que mantener los ojos abiertos, la percepción alerta; hay que saber escoger una vida que tenga conciencia del valor del tiempo y de las mil y una maneras en que éste se pierde. Pero Kairós no tendría que llevarme a pensar en el tiempo perdido. Imagino un sitio al que van a parar esos hijos de Kairos que viven en cada uno de nosotros; esos instantes cuyas posibilidades no supimos leer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario