sábado, 6 de abril de 2013

El Dios del Instante





Tengo una sensación extraña, de esas que te vienen de muy dentro, y lo invaden todo, que van desde la punta de tus dedos hasta el faro del fin del mundo. Como un kairós que te visita y decide quedarse. Cuando llega, sientes los detalles a tu al rededor, como si tus sentidos se agudizasen, y estuviesen hechos para recibir cada estímulo con un radar mágico, y sonríes, porque puedes oler el pan del bar, sentir la nube gris que hay fuera, el chasquido roto de la puerta cada vez que se abre, y que trae con ella el aire frío del exterior. Cada mantel se hace especial, porque sabes que se trata de un momento que no se repertirá nunca. Ése, no. Una tarde cualquiera, pero única, donde se mueve un viento helado en primavera, y has visto las hojas y semillas de los árboles perderse en el tejado y en las calles solitarias, como cuando eras pequeña y jugabas en el parque. Y puedes ver escuelas de tres metros de altura, ovaladas, que te transportan a la infancia. No a la tuya, no a un momento concreto. A la infancia. Supongo que es raro, porque sencillamente te sientes feliz. Porque eres consciente, en ese instante, de lo afortunada que eres de estar ahí, de poder sentir el rayo de luz que entra desde el cristal de la puerta, que te calienta y hace que puedas ver el tono exacto de los ojos con más claridad, de poder hablar con ese entusiasmo de las películas que tanto nos gustan. En este presente que pronto se desvanecerá, y cada uno tomará su rumbo. Y mientras hablas del compás de la vida, y saboreas un café, miras de verdad a los ojos de las personas que te te acompañan y te parecen tan bonitas. Y te gustaría quedarte siempre en ese instante. Pero en lugar de ponerte triste, saboreas la vida eterna de los momentos fugaces. Esa que tus ojos me cuentan, que formamos, desde tan cerca. Cuando las palabras se quedan cortas para describir la luz que de repente sientes tuya, te pertenece, precisamente porque no necesitas poseerla, y solo quieres ser partícipe.

Para atrapar ese instante efímero que puede significar la diferencia entre la mediocridad y la grandeza, entre la suerte o el infortunio, hay que agarrar a Kairós del pelo antes de que se escape. Para verlo cuando pasa, hay que mantener los ojos abiertos, la percepción alerta; hay que saber escoger una vida que tenga conciencia del valor del tiempo y de las mil y una maneras en que éste se pierde. Pero Kairós no tendría que llevarme a pensar en el tiempo perdido. Imagino un sitio al que van a parar esos hijos de Kairos que viven en cada uno de nosotros; esos instantes cuyas posibilidades no supimos leer.

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