viernes, 1 de mayo de 2015

Aquí está la Rosa... Bailemos con ella

Las campanas siempre resuenan desde el mismo lado, y a veces, las miro con nostalgia. Forman parte de mí. Otras, en cambio, odio que estén ahí, tan calladas y chirriantes. Y entonces me viene el silencio que se volvió costra una vez que Juana Inés tuvo que callar, como ellas.
No quiero un recordatorio constante, una rutina de iglesia y fuentes con agua... quiero que Schopenhauer tenga razón, poder seguir su ejemplo... o que la vida tenga la magia que promete y poder bailar con la rosa de Hegel, y su olor a cuestas. -El recuerdo conmigo, y yo con nadie-.
La esfinge no va a irse nunca, eso lo sé, pero puede que las campanas algún día se conviertan en un arrullo, y me mezan cuando quiera dormir.  Entonces veré el mundo como desde fuera, me observaré a mí, y podré reír aunque no entienda, aunque no encuentre el sentido en cada paso. Aunque no estés. Y no esperar nada, ni tan siquiera a la primavera, ni siquiera a ti. Revolcarme con los libros, hacer el amor con Nietzsche, y decirle que sus palabras me acarician, pero no me sirven.


Tocaba a rebato la campana desatada por la alarma o la alegría o quién sabe qué, y por primera vez nadie la entendió. Un gentío se juntó en el atrio mientras la campana sonaba sin cesar, enloquecida, y el alcalde y el cura subieron a la torre comprobaron, helados de espanto, que allí no había nadie. Ninguna mano  humana la movía. Las autoridades acudieron a la Inquisición. El tribunal de del Santo Oficio declaró nulo y sin valor alguno el repique de la campana, que fué enmudecida por siempre jamás y expulsada al exilio de México. Juana Inés de Asbaje abandona el palacio de su protector, el virrey Mancera, y atraviesa la plaz mayor seguida por dos indios que cargan sus baúles. Al llegar a la esquina, se detiene y vuelve su mirada hacia la torre, como llamada por la campana sin voz. Juana Inés le conoce la historia. Sabe que fué castigada por cantar por su cuenta.