domingo, 3 de enero de 2021

Un parque de bomberos

Viajo en un autobús con un destino errado, con la esperanza de encontrar el camino a casa. Cuando bajo todos los caminos me son familiares, y al mismo tiempo extraños. No consigo dar con el sendero que me lleve al hogar, y mientras tanto recuerdo con dulzura todo aquello que no te he dicho, la despedida que nos une y que no sé asir ahora en mi memoria, pero que de alguna forma me reconcilia contigo, y conmigo. Lo que me habría gustado y nunca fue. En ese sueño en que asumo la realidad y puedo recrearme en recuerdos que nunca se han realizado contigo. Y siento la tentación de escribir, con esta angustia que suele aletargar mis dedos y dejar que mueran en un cajón, recordando a Alejandra Pizarnik, que se hermanó con su tristeza a través de esos dedos, y yo ni siquiera me permito ese consuelo. Mis sueños representan de forma cruda lo que significa la vida para mí, esa búsqueda angustiosa en la que mi brújula da vueltas alrededor de mi morada sin llegar a encontrarla nunca, desechando los caminos que ya he transitado alguna vez y hoy me son extraños.

domingo, 13 de diciembre de 2020

Y eso fue lo que pasó

Quién me iba  a decir que leyendo Y eso fue lo que pasó he sentido en su totalidad lo que debí haber captado interpretando La más fuerte de Strindberg, un monólogo de veinte minutos que espera ser el final victorioso de una batalla vacía. Batalla que era el sentido de la vida de la protagonista, de las vidas de las mujeres: la batalla por el amor de un hombre. Yo no entendía a aquella mujer despechada que culpaba a otra mujer de su vida desgraciada. Pensé que era normal esa visión femenina distorsionada porque estaba construida desde la mirada de un dramaturgo que solo podía contemplar desde fuera. Pero Natalia Ginzburg te lo advierte en el prólogo: escribir no es el alivio que una espera por una vida vacía, consumida en una búsqueda y una desazón interminable, marcada por el deseo de ser querida por encima de todas las cosas y la competición desesperada por conseguirlo. Natalia escribe el final perfecto para La más fuerte.  

viernes, 1 de mayo de 2020

Desert Raven

La pasión debería ser como una amalgama de risas que se evaporan y que dejan huella a su paso sin darnos cuenta, debería quedarse marcada y poder volver como si fuese una agenda en la que consultar un anhelo, una emoción,  así veo todo el arte del mundo, como emociones que cobran vida y belleza y no tendría por qué esforzarme en hacerlo salir. Me encanta tener que parar de intentar explicar un color a un ciego para mirarte bailar y hacerme reír, y desconcentrarme de mi vuelta a querer dejar piedra de Sísifo una vez más. No quiero ser vosotros, solo quiero llegar al lugar donde ver qué os ata al mundo, qué os hace entender su lenguaje, desprenderos de esa piedra y salir en forma de risa que no se evapora.

jueves, 30 de agosto de 2018

la mano amiga

Hay veces que en el camino se hacen trazas, se hacen lagos donde pasear es menos doloroso, menos transitado y más armonioso. Mi camino ahora es un tanto oscuro, no tan solitario pero un poco triste. A veces me da miedo quedarme sola en la parada, pasar demasiado tiempo dentro de mis pesadillas sin encontrar tregua ni consuelo. A veces lloro cuando se me hace demasiado estrecho, demasiado largo, demasiado inhóspito y desolado, porque tengo esa punzada que no me deja andar con calma. Pero entonces oigo tu voz, la que me relaja. Esa voz que debería ser mi yo desde dentro, hablándome, porque en medio de mi tragedia imaginaria de repente me sale la risa, porque tu ternura me acaricia sin que llegues a tocarme. Cuando me ves llorar y dices "si duele, cura". Y por una vez me siento arropada. Empiezo a decir en voz alta las frases trágicas sobre el camino que me espera. Y la voz ríe y grita: EEERRORRRR. de una forma en que también mi risa estalla. Si no fuera por esa voz sabia, si no fuera por esa mano amiga, mi camino seguiría siendo insondable y neutro, pero mis monstruos se habrían hecho con él hace tiempo.
Tengo tanto que agradecerte, que prefiero seguir escuchando.

martes, 21 de agosto de 2018

Y llegas hasta aquí

Te impacientas mientras te lías un cigarrillo, son las 23:15 de la noche y te has propuesto escribir mientras escuchas I can see Elvis de los Waterboys. Te sientes tan rara ante este familiar teclado del que antes brotaban las palabras desde tus dedos, y ahora miras la pantalla vacía y se ha convertido en todo un desafío.
¿Sobre qué coño escribir? Tal vez sobre este verano que ves terminando en una vorágine ruinas, sinsabores y aventuras. Pero no quieres reflexiones vanas y aburridas.
Y empiezas de nuevo a mirar a tu alrededor, ya has caído en la trampa del autobloqueo. Sobre qué escribir. Lo que querrías es escribir sobre el presente, sobre tu casa vacía desde la que miras al cielo sin ninguna estrella, que hoy es todo oscuridad mezclada con las luces de farolas, la buena música y el ventilador que no ha dejado de dar vueltas en todo el día.
Hoy has pasado la tarde saltando de una lectura a otra. Has decidido que por el momento no quieres estudiar la carrera de psicología pero sí quieres ser autodidacta, así que intentas engancharte a un libro sobre psicopatología, pero lo dejas en el primer tema, porque hace un recorrido histórico sobre lo que se consideraba locura en la época de los griegos, donde ya se pensaba en posesiones demoníacas y se conviritó en tema principal en la Edad Media. Pero tú quieres llegar ya a la meta, y al mismo tiempo te repele la idea de convertir ciertos comportamientos en patología. Aparece la histeria femenina freudiana y terminas por cerrar el libro. Pero justo antes, descubres a un romano del siglo XV que escribió un libro en defensa de la mujer, pero nadie le tomó en serio porque era animista y creía en la magia oculta. Se llamaba Cornelio Agrippa. Su libro era Declaración de la preeminencia del sexo femenino. Lo guardas, pero no lo lees.
Después encuentras Suave es la noche, ese libro que dejaste por la mitad en una época convulsa y ahora te trae la nostalgia y piensas que tal vez éste sea el momento de retomarlo. Pero sigues buscando. Y encuentras el blog de alguien que conoces y que le pasaba un poco como a ti, que había abandonado su blog y no sabía cómo retomarlo. Y te pasas la tarde leyendo su blog, como una inspiración. Como el hermanamiento que necesitabas para salir de ese bloqueo ante la exigencia de escribir algo grande. Esa persona cuyos libros devoras, sobre todo el último, ese que también te agitó cuando lo leíste y te llamó a volver a escribir, pero te resististe una vez más. la embriaguez de su lectura duró poco en ese impulso, pero sí mucho en tu interior. Ese libro fue El dolor de los demás, de Miguel Ángel Hernández Navarro. Escribes en segunda persona en honor a una de sus reflexiones acerca de la cercanía y lejanía consigo mismo al escribir. Yo, tímidamente, aún escribo en segunda. No me atrevo aún a dar el salto al abismo que da vértigo.
Y llegas hasta aquí. Y no puedes seguir escribiendo. Porque si sigues, volverás a escribir sobre lo que siempre solías escribir. O aún peor: te bloquearás.

martes, 14 de agosto de 2018

Desde el cielo se adivina el sinsentido, la belleza, el consuelo y la melancolía. Mis nuevas promesas tienen que ver con la pulcritud, la suavidad, la reflexión tranquila en lugar del impulso frenético. Quiero saber más del universo y alejarme más de los debates egoicos. Volver a darme espacio para escucharme cada día y volver a hermanarme conmigo. Salir de este bloqueo que no me deja escribir ni escribirme.

viernes, 27 de octubre de 2017

El Silencio

Tengo una relación extraña contigo; tal vez sea porque siempre me ha costado acercarme a esa parte de mí que creo que jamás he llegado a conocer del todo... Y así naciste tú, que te vuelves ensordecedor cuando hay algo en mí que grita, porque no sabe convertirse en voz, en sonido; en comunicación.

Me das miedo, tanto que te esquivo entre conversaciones que intentan llegar a algún puerto, donde no existas; donde, por fin, ya no me sienta desterrada y mi identidad adquiera forma. Conversaciones donde permanezco oculta, bajo tu mirada inquisidora amenazando con ser mi única compañía en un futuro próximo. Para mí eres un domingo por la tarde. Un sábado a mediodía. Yo, con las paredes amenazando con caérseme encima. Teniendo tanto que hacer, mi jardín sin cuidar, mi alma sin florecer, y buscando, antes que nada, que tú desaparezcas, para poder ocuparme  después de mí. Buscando llenar ese vacío que me pesa en el cuerpo, esa densidad, esa quietud donde mi vida entera se muestra ante mis ojos. Mi vida, la que no me gusta, en la que me juzgo y me juzgo y todo se vuelve catastrófico. Donde no puedo concentrarme ni leyendo, ni escribiendo. Contigo no me sereno. Me das demasiado vértigo. Cuando estás, tan puro y auténtico, la vida me da un vuelco.

Y, sin embargo, también me envuelves cuando necesito paz. Me envuelves cuando me adentro en el mundo de los sueños; cuando vuelvo al infinito espacio entre mi infancia y el otro lado del universo, donde reaparecen los cuentos que leía de niña en forma de arrullo y poema. Donde quería hacerme tan pequeña que pudiese caber entre las grietas de los muros de camino al colegio, y poder colarme por ellas. Cuando soñaba con un mundo que se abría en medio de la carretera y era sólo para mí.

Me envuelves cuando en mi mente no hay nada. Cuando cierro los ojos y el mundo muere. Me envuelves cuando me siento sola y también me envuelves cuando me siento plena y feliz. Me envuelves cuando miro a los ojos de mi padre. Cuando miro a mis amigos y se me encoge el corazón, sin decirlo, pensando en cuán importantes son para mí, en la melancolía de no poder inmortalizar ese momento en el que estamos juntos y somos felices. Me envuelves cuando siento a mi abuela conmigo, cerca de mí. Me envuelves cuando voy conduciendo, y desde ahí puedo ver nichos que antes estaban vacíos. Flores que antes no estaban y huecos que se van llenando. Me envuelves mientras escucho música, mientras leo los libros que me gustan, cuando veo buenas películas bajo una manta. Me envuelves cuando me das tregua.  Me envuelves en primavera, contemplando el mar y recordando al mismo tiempo, inevitablemente, los versos de Machado cuando perdió a su esposa: "Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería. Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar. Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía. Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar".

Odio cuando apareces sin ser llamado. Odio cuando temo que vengas, odio temer que vengas y no saber adaptarme a ti. Odio que seas un abismo que me separa de mí misma. Odio cuando los demás te imponen entre ellos y yo. Como un huracán que, cuando ya ha arrasado con todo, deja a su paso la paz del cansancio. La tregua que no es tal. El tiempo que ha de pasar para conseguir adaptarse a una nueva situación, tras la borrasca.


Me encanta que me acompañes mientras leo, que me inunde esa paz que tú tanto conoces, que vengáis los dos juntos, la paz y tú, a hacerme compañía. Porque entonces me siento a salvo contigo, y te vuelves la mano amiga.
Me encanta que te tornes viento que acaricia mi rostro mientras el sol me calienta; que te tornes ladera de montaña en la que sobrevuelan alimoches y quebrantahuesos junto a un lago calmo, con una barca solitaria. Acordarme de Casona y su barca sin pescador y del abismo que creaste entre el corazón de Antonio Machado y el mar. La jaula que tuvo que hacerse pájaro, sin saber qué haría con el miedo, de Alejandra Pizarnik. De Ernesto Sábato y sus demonios ciegos.

Y son dos silencios tan distintos, que uno me encoge la garganta y me aprieta la cintura, mientras que el otro ensancha mi alma y desata mi risa y el nudo en mi estómago, y las lágrimas se vuelven de alegría.