Tengo una relación
extraña contigo; tal vez sea porque siempre me ha costado acercarme a esa parte
de mí que creo que jamás he llegado a conocer del todo... Y así naciste tú, que
te vuelves ensordecedor cuando hay algo en mí que grita, porque no sabe
convertirse en voz, en sonido; en comunicación.
Me das miedo, tanto que
te esquivo entre conversaciones que intentan llegar a algún puerto, donde no
existas; donde, por fin, ya no me sienta desterrada y mi identidad adquiera
forma. Conversaciones donde permanezco oculta, bajo tu mirada inquisidora
amenazando con ser mi única compañía en un futuro próximo. Para mí eres un
domingo por la tarde. Un sábado a mediodía. Yo, con las paredes amenazando con
caérseme encima. Teniendo tanto que hacer, mi jardín sin cuidar, mi alma sin
florecer, y buscando, antes que nada, que tú desaparezcas, para poder ocuparme
después de mí. Buscando llenar ese vacío que me pesa en el cuerpo, esa
densidad, esa quietud donde mi vida entera se muestra ante mis ojos. Mi vida,
la que no me gusta, en la que me juzgo y me juzgo y todo se vuelve
catastrófico. Donde no puedo concentrarme ni leyendo, ni escribiendo. Contigo
no me sereno. Me das demasiado vértigo. Cuando estás, tan puro y auténtico, la
vida me da un vuelco.
Y, sin embargo, también
me envuelves cuando necesito paz. Me envuelves cuando me adentro en el mundo de
los sueños; cuando vuelvo al infinito espacio entre mi infancia y el otro lado
del universo, donde reaparecen los cuentos que leía de niña en forma de arrullo
y poema. Donde quería hacerme tan pequeña que pudiese caber entre las grietas
de los muros de camino al colegio, y poder colarme por ellas. Cuando soñaba con
un mundo que se abría en medio de la carretera y era sólo para mí.
Me envuelves cuando en
mi mente no hay nada. Cuando cierro los ojos y el mundo muere. Me envuelves
cuando me siento sola y también me envuelves cuando me siento plena y feliz. Me
envuelves cuando miro a los ojos de mi padre. Cuando miro a mis amigos y se me
encoge el corazón, sin decirlo, pensando en cuán importantes son para mí, en la
melancolía de no poder inmortalizar ese momento en el que estamos juntos y
somos felices. Me envuelves cuando siento a mi abuela conmigo, cerca de mí. Me
envuelves cuando voy conduciendo, y desde ahí puedo ver nichos que antes
estaban vacíos. Flores que antes no estaban y huecos que se van llenando. Me envuelves
mientras escucho música, mientras leo los libros que me gustan, cuando veo
buenas películas bajo una manta. Me envuelves cuando me das tregua. Me
envuelves en primavera, contemplando el mar y recordando al mismo tiempo,
inevitablemente, los versos de Machado cuando perdió a su esposa: "Señor,
ya me arrancaste lo que yo más quería. Oye otra vez, Dios mío, mi corazón
clamar. Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía. Señor, ya estamos solos mi
corazón y el mar".
Odio cuando apareces sin ser llamado. Odio cuando temo que vengas, odio temer que vengas y no saber adaptarme a ti. Odio que seas un abismo que me separa de mí misma. Odio cuando los demás te imponen entre ellos y yo. Como un huracán que, cuando ya ha arrasado con todo, deja a su paso la paz del cansancio. La tregua que no es tal. El tiempo que ha de pasar para conseguir adaptarse a una nueva situación, tras la borrasca.
Me encanta que me acompañes mientras leo, que me inunde esa paz que tú tanto conoces, que vengáis los dos juntos, la paz y tú, a hacerme compañía. Porque entonces me siento a salvo contigo, y te vuelves la mano amiga.
Odio cuando apareces sin ser llamado. Odio cuando temo que vengas, odio temer que vengas y no saber adaptarme a ti. Odio que seas un abismo que me separa de mí misma. Odio cuando los demás te imponen entre ellos y yo. Como un huracán que, cuando ya ha arrasado con todo, deja a su paso la paz del cansancio. La tregua que no es tal. El tiempo que ha de pasar para conseguir adaptarse a una nueva situación, tras la borrasca.
Me encanta que me acompañes mientras leo, que me inunde esa paz que tú tanto conoces, que vengáis los dos juntos, la paz y tú, a hacerme compañía. Porque entonces me siento a salvo contigo, y te vuelves la mano amiga.
Me encanta que te tornes viento que acaricia mi rostro
mientras el sol me calienta; que te tornes ladera de montaña en la que
sobrevuelan alimoches y quebrantahuesos junto a un lago calmo, con una barca
solitaria. Acordarme de Casona y su barca sin pescador y del abismo que creaste
entre el corazón de Antonio Machado y el mar. La jaula que tuvo que hacerse
pájaro, sin saber qué haría con el miedo, de Alejandra Pizarnik. De Ernesto
Sábato y sus demonios ciegos.
Y son dos silencios tan distintos, que uno me encoge la garganta y me aprieta la cintura, mientras que el otro ensancha mi alma y desata mi risa y el nudo en mi estómago, y las lágrimas se vuelven de alegría.
Y son dos silencios tan distintos, que uno me encoge la garganta y me aprieta la cintura, mientras que el otro ensancha mi alma y desata mi risa y el nudo en mi estómago, y las lágrimas se vuelven de alegría.